“El
héroe discreto”, la última novela de Vargas Llosa, rememora sus orígenes no
sólo por el abundante empleo de americanismos y construcciones gramaticales de
su tierra, sino porque los hechos se desarrollan en el Perú, concretamente en
las ciudades de Lima y de Piura.
Dos
historias, una en Piura, la de Felicito Yanaqué, dueño de una empresa de
transportes, hombre tenaz, que siguiendo el precepto que le enseño su
padre “No te dejes nunca pisotear por nadie”, no se deja intimidar ni
coaccionar por unos supuestos “mafiosos” que le envían cartas firmadas con el
dibujo de una arañita, y otra en Lima, la del viudo Ismael Carrera, un rico
hombre de negocios que para dar una lección a las “hienas” de sus hijos decide
casarse con su criada Armida y desheredarlos. Inicialmente ambas
transcurren de forma paralela sin aparente punto de inflexión para confluir a
medida que avanza la narración
El
verdadero héroe discreto, para mí, es Rigoberto; aunque en un principio
pueda parecer que es Felícito Yanaqué según transcurre la novela va ganando fuerza moral y ética el
personaje de Rigoberto, brazo derecho de Ismael, a punto de jubilarse y testigo
de su boda, que se ve obligado a posponer un viaje con su familia a Europa por
el discurrir de los acontecimientos.
No
podía faltar el toque típico del realismo mágico presente en la novela
encarnado por la aparición fantasmal de Edilberto Torres a Fonchito, hijo de
Rigoberto.
Los
diálogos sorprenden por la conjunción de lo que se piensa con lo que se dice,
es decir, se pasa de uno a otro indistintamente en el momento en el que se está
conversando.
La
ironía y el humor se traslucen en las referencias del narrador ante los hechos,
en las descripciones de algunos personajes e incluso en las situaciones que se
viven.
Una
historia fresca y positiva en la que los malvados no consiguen su
objetivo.
De
nuevo Vargas Llosa nos sorprende gratamente como es habitual.
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